Dossier
Procesos sociales prehispánicos y pericoloniales en torno a los ríos Salado y Dulce (Santiago del Estero, Argentina)
Pre-Hispanic and pericolonial social processes linked to the Salado and Dulce rivers (Santiago del Estero, Argentina).
Processos sociais pré-hispânicos e pericoloniais em torno dos rios Salado e Dulce (Santiago del Estero, Argentina).
Revista del Museo de La Plata
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 2545-6377
Periodicidad: Semestral
vol. 4, núm. 2, 2019
Recepción: 01 Julio 2019
Publicación: 02 Diciembre 2019
Cómo citar:: Taboada, C. (2019). "Procesos sociales prehispánicos y pericoloniales en torno a los ríos Salado y Dulce (Santiago del Estero, Argentina)". Revista del Museo de La Plata: 4(2), pp. 511-540.https//doi.org/10.24215/254556377c087
Resumen: Este trabajo busca sintetizar, integrar y problematizar la información arqueológica conocida para la zona de influencia de los ríos Salado y Dulce en sus recorridos por la llanura de Santiago del Estero (Argentina). Los principales temas que se abordan son el uso del espacio y del ambiente, los modos de instalación y vida, y los procesos sociales desarrollados a lo largo del período prehispánico y principios de la Colonia. A ello se suma el papel jugado por distintas estrategias socio políticas desplegadas, según las situaciones y épocas, entre poblaciones locales y grupos de chaco adentro, incas y españoles. Un aspecto particular sobre el que se hace foco es la proyección de una nueva mirada sobre las poblaciones alfareras de la región, que plantea un modo de vida en torno a posible movilidad residencial para algunas de ellas.
Palabras clave: Montículo, Movilidad residencial, Prehispánico, Colonial, Inca.
Abstract: This paper aims to synthesize and discuss the archaeological data known so far regarding the area of influence of the Salado and Dulce rivers, along theirscourses through the plains of Santiago del Estero (Argentina). The key issues we address are the use of space and the environment, modes of settlement and life, and social processes occurring throughout pre-Columbian and early colonial times. We also consider the role of different sociopolitical strategies displayed by local populations and groups from the inner Chaco, Incas and Spaniards, during diverse situations and periods. We focus particularly on new insights on thepottery populations occupying the region, which proposes a way of life related to possible residential mobility.
Keywords: Mound, Residential mobility, Pre-Columbian, Colonial, Inca.
Resumo: Este trabalho busca sintetizar, integrar e problematizar a informação arqueológica conhecida pela zona de influência dos rios Salado e Dulce em suas rotas pela planície de Santiago del Estero (Argentina). Os principais tópicos abordados são o uso do espaço e o ambiente, os modos de instalação e vida, e os processos sociais desenvolvidos ao longo do período pré-hispânico e os primórdios da colônia. Soma-se a isso o papel desempenhado por diferentes estratégias sociopolíticas implantadas, segundo as situações e épocas, entre populações locais e os grupos do Chaco interno, incas e espanhóis. Um aspecto particular enfocado é a projeção de um novo olhar sobre as populações oleiros da região, que propõe um modo de vida em torno de uma possível mobilidade residencial para algumas delas.
Palavras-chave: Mound, Mobilidade Residencial, Pré-Hispânico, Colonial, Inca.
Introducción y problemática
Este trabajo busca sintetizar y problematizar la información arqueológica conocida para la zona de influencia de los ríos Salado y Dulce en sus recorridos por la llanura santiagueña (Figura1). Propone una integración interpretativa actual, a partir de una relectura crítica de lo realizado hasta ahora por otros autores y por nuestro proyecto en el área. En la medida en que los datos conocidos lo posibilitan, se abordan los ejes temáticos propuestos para este dossier, además de otros distintivos de la región. Se apunta a desarrollar ciertos problemas locales dentro de una perspectiva general que avance por sobre las parcializaciones espaciales y cronológicas con que se encuentra segregada gran parte de la información e interpretaciones de la región.
Nos centraremos principalmente en las problemáticas referidas al uso y ocupación del espacio y a los modos de vida desplegados por las poblaciones que habitaron el área de estudio a lo largo del período prehispánico y principios de la Colonia. Un primer estudio de situación nos lleva a indagar una posible relación entre los tiempos y espacios de instalación y las características ambientales y capacidades o decisiones de cómo afrontarlas. Se suma el papel que pudieron haber jugado estrategias socio-políticas, más o menos intensas según las situaciones y épocas. Correlativamente se discutirán los modos de habitar, el manejo tecno-económico, y aspectos sociales y de interacción entre poblaciones. Sin embargo, dados los escasos trabajos arqueológicos modernos en la región, los vacíos de información sobre ciertas zonas y períodos y, a la vez, la amplitud temporal y espacial a considerar, la visión que ofreceremos no podrá ser más que parcial y provisoria.
Una cuestión pendiente en la arqueología local es la de ampliar la mirada hacia las tierras bajas y empezar a pensar a las poblaciones de la región en relación a procesos y modos de vida desplegados en ellas. Si bien varios investigadores señalaron similitudes con elementos culturales del chaco y el litoral argentino (Serrano 1938; Reichlen 1940; von Hauenschild 1949), como también el desarrollo de una tradición local de tinte chaqueño con elementos comunes a las tierras bajas de Sudamérica en lo que respecta a forma de asentamiento, economía, tecnología e ideología (Lorandi 1978, 2015), en cuanto a procesos históricos e interacciones socioculturales la región fue analizada principalmente en relación al Noroeste Argentino (en adelante NOA) (González 1960; Lorandi 1980; Bonnin & Laguens 2000; Togo 2004, etc.). Sin embargo, situaciones y modelos aportados por la etnografía y arqueología de las tierras bajas ofrecen interesantes elementos a considerar en la interpretación de los restos arqueológicos de la zona en relación a los modos de vida de sus poblaciones y a los procesos sociopolíticos ocurridos en ella. Esto se vincula, a su vez, a la necesidad de situar a las comunidades de la región como partícipes activas de sus decisiones y a la de repensar estereotipos vinculados a la dicotomía andino/chaqueño (Farberman & Taboada 2012; Taboada 2017). Otros problemas a afinar son la influencia que pudo tener la dinámica ambiental de la región y el manejo antrópico que se pudo hacer de ella. Varios investigadores señalaron la cuestión (Wagner & Wagner 1934; Frenguelli 1940; Reichlen 1940), y Lorandi la incorporó como un aspecto relevante de su investigación (Lorandi & Lovera 1972; Lorandi et al. 1977), pero el tema nunca fue abordado como proyecto específico[1]. Una limitación importante es que no se cuenta con estudios paleoambientales locales. Finalmente, un aspecto que atraviesa la investigación es el de los modos de habitar. En su abordaje se tomó como principal marco de referencia el análisis del espacio doméstico, considerando que la forma en que se configura y usa es un indicador eficiente de idiosincrasia cultural (Wilk & Rathje 1982).
Situación geográfica y ambiental
La llanura santiagueña se enmarca dentro del ambiente del Chaco semiárido (Torrella & Adámoli 2006). Conforma la llanura chaco-pampeana y es una cuenca sedimentaria cubierta principalmente por depósitos cuaternarios limoloésicos, donde dominan los procesos depositacionales. El sedimento transportado desde las cuencas altas donde nacen sus ríos se deposita en el llano, colmatándolos, originando su divagación, y formando albardones a sus lados (Torrella & Adámoli 2006). Numerosos paleocauces e información histórica (Palomeque 1992) indican que la dinámica de desplazamientos y cambios de cauces debió ser similar en el pasado. Actualmente gran parte de los sitios arqueológicos se visualizan entre estos antiguos cursos de agua o sobre sus bordes.
La región presenta una marcada estacionalidad, que influye en los modos de vida y en la economía. Se caracteriza por un régimen subtropical y concentración estival de las precipitaciones. Tiene veranos que pueden llegar a 50°C e inviernos secos con algunas heladas. En época estival las lluvias pueden ser intensas y provocar grandes y prolongadas inundaciones. En invierno las precipitaciones son escasas o nulas y provocan un secular problema de aprovisionamiento de agua, que por épocas puede ser extremo y llegar a sequías que duren varios años. Inundaciones como sequías generan hoy el traslado temporal de los pobladores rurales y, en el pasado, pudieron darse situaciones parecidas (Taboada 2017). Si bien no hay estudios paleoambientales locales, a partir de los de zonas cercanas (Iriondo 2006), de huellas que muestran la reducción de los bañados (Lorandi 2015), y de los restos de arqueofauna (Cione et al. 1979;Del Papa 2012a), se estima que en ciertas épocas la región pudo tener otras condiciones ambientales. Durante el Holoceno Tardío parece haberse dado un periodo semiárido general, que habría cambiado entre el 1400-1000 AP cuando se produce el óptimo climático llamado Cálido Medieval aumentando la humedad y la vegetación (Iriondo 2006). El clima habría vuelto a cambiar regionalmente durante la Pequeña Edad de Hielo, a partir del siglo XV de nuestra era (Iriondo 2006).
Ahora bien, los dos ríos que atraviesan la llanura santiagueña, el Dulce y el Salado, se originan en la zona montañosa del NOA. Al entrar en Santiago del Estero se desarrollan ya sobre un relieve plano o apenas ondulado, con pendiente promedio del 1% y una altitud media de 230 msnm (Basualdo et al, 1985). El río Salado (no debe confundirse con el río Salado del Sur o Salado bonaerense) se origina en los valles de Salta con el nombre de Pasaje o Juramento y se lo ha señalado como posible vía de conexión cultural con esta región (Frenguelli 1940; Pärsinnen 2003). Penetra en la provincia por su sector NO y sigue un recorrido NO-SE. Termina en el río Paraná, que luego desemboca en el río de La Plata y éste en el océano Atlántico. Pertenece a la Cuenca del Plata, y el sector que transcurre por la llanura santiagueña es su cuenca media. Con las crecidas, el Salado sale de madre a menudo, inundando tierras normalmente secas y agrandando los bañados. El poco declive del terreno hace que forme esteros, brazos secundarios y meandros. Actualmente dos grandes bañados forman parte de su recorrido: los de Añatuya (Figuras 1 y 2), donde se centran nuestras investigaciones, y los de Figueroa, más la norte. Por su parte, el río Dulce (denominado río Salí antes de ingresar en Santiago del Estero) alcanza la llanura santiagueña por el sector medio de la provincia. Transcurre en ella su cuenca media e inferior y termina en la Laguna de Mar Chiquita en la provincia de Córdoba, formando una cuenca endorreica. También forma bañados y albardones y tiene una dinámica de desbordes parecida a la del Salado. En ocasiones se fusionó con él.
El Dulce y el Salado corren casi paralelos, distanciados por unos 100 km. Cortan diagonalmente a la provincia en tres sectores. Hacia el oeste del Dulce se encuentran las únicas sierras de Santiago del Estero (Sierras de Guasayán y de Sumampa y Ambargasta), entre ambos ríos se configura la mesopotamia local, y hacia el este del Salado se abre el chaco santiagueño, planicie boscosa que se continúa hacia el oriente y hace de nexo con el chaco y litoral argentino. La región serrana presenta un ambiente con recursos (y procesos) diferenciados a los de la llanura. Algunos de ellos, como cebil y sílices, han sido registrados arqueológicamente en plena llanura, y esa es la zona de donde quizás pudieron proceder u obtenerse. También se ha documentado allí el uso de piedra para construir recintos, materia prima y modalidad constructiva ausentes en el resto de la provincia (Taboada & Angiorama 2005). Por su parte, el área mesopotámica es la más inundable y fértil, y la zona chaqueña la menos regada. A pesar de la aparente homogeneidad de la llanura, existen diferencias microambientales (bañados, ríos, paleocauces, zonas sin agua, “lomas”, salinas y vegetación diferenciada –monte, pastizales y bosques–) que ofrecen y limitan la distribución y tipos de recursos como también la instalación e interacción humana (Palomeque 1992; Torrella & Adámoli 2006).
La vegetación más característica de la llanura santiagueña es el bosque chaqueño, xerófilo y semicaducifolio (Torrella & Adámoli 2006) (Figura 3). Lo componen árboles de gran porte y maderas duras (como el quebracho colorado santiagueño, Schinopsis lorentzii, y el quebracho blanco, Aspidosperma quebracho blanco), que en el pasado pudieron suplir la ausencia de rocas para realizar construcciones y artefactos (tal como en la actualidad). Otros árboles, como el algarrobo (Prosopis sp.), el mistol (Ziziphus mistol) y el chañar (Geoffroea decorticans), proveen frutos con los que se preparan alimentos y bebidas alcohólicas. Relatos coloniales señalan que los indígenas les daban el mismo uso (Lorandi 2015). Además hay un denso estrato compuesto por arbustos espinosos y cactáceas, que limitan fuertemente la visibilidad y el recorrido por terrenos no desmontados. Se ha señalado que las condiciones ambientales serían favorables para el cultivo, con irrigación, de trigo, lino, maíz, tabaco y algodón - entre otros- (Knoche & Borzakov 1947, en Lorandi 2015).
La fauna es variada, típica del Distrito Chaqueño salvo para la zona serrana (Basualdo et al. 1985; Del Papa 2012a), y la caza y pesca son una fuente importante de recursos para la población rural. Están representados abundantes taxones de peces, mamíferos y reptiles, y hay más de 280 especies de aves. Entre ellas cabe mencionar particularmente, por su significación arqueológica, a los búhos y lechuzas, que constituyen la principal iconografía de la cerámica Sunchituyoj, y al suri por su referencia en las crónicas como animal doméstico (Lorandi 2015). La arqueología da cuenta de fauna similar a la actual, pero también de especies que podrían indicar ambientes más húmedos –como Cavia aperea y Myocastor coypus (Cione et al. 1979)–, y de otras ya muy reducidas, como el guanaco (Del Papa 2012a).
Antecedentes
La arqueología de la llanura santiagueña ha tenido un escaso desarrollo. Este es un limitante importante a la hora de abordar una síntesis interpretativa. Si bien a inicios del siglo XX se realizaron intensas excavaciones en la región, son muy pocas las investigaciones modernas y sistemática y los estudios detallados que se han realizado sobre los sitios detectados por entonces. Por su parte, los nuevos estudios se han concentrado en ciertas áreas y épocas, mientras otras permanecen casi desconocidas. En general, la mayoría de los trabajos se abocaron al sector medio y occidental de la provincia. El norte y este provincial son apenas conocidos y muestran caracteres sólo parcialmente similares al resto del Salado (Wagner & Wagner 1934; Reichlen 1940; Lorandi 2015; Angiorama et al. 2017). Del sur solo se cuenta con algunos trabajos puntuales sobre sitios precerámicos o con arte rupestre ubicados en la zona serrana (Gómez 1975a y b; Gramajo de Martínez Moreno & Martínez Moreno 1992), que dan muestra de situaciones no registradas en la llanura. Recientemente se comenzó allí un proyecto a cargo de D. C. León, pero no hay aún resultados publicados.
Aun cuando no se constituyeron en ejes de problematización, desde un principio la mayoría de los investigadores se enfocaron a la zona de influencia de alguno de los dos ríos que atraviesan la llanura(ver esquema en figura 1). En este sentido, la región en torno al Salado concentró los trabajos pioneros y de gran envergadura de los hermanos Wagner, realizados a principios del siglo XX (Wagner & Wagner 1934). Los Wagner legaron una gran colección de materiales y observaciones de campo, pero sólo parcialmente aprovechables por falta de datos contextuales y por plantear interpretaciones muy discutidas (Relaciones de la Sociedad Argentina de Antropología 1940; Martínez et al. 2011). Reichlen (1940), en cambio, realizó una primera síntesis regional muy acertada. Las investigaciones más significativas en dicha zona y en la mesopotamia central son las que realizó Lorandi (1970, 1974, 1977, 1978, 2015, etc.), quien aportó los primeros fechados del territorio y la más amplia caracterización e interpretación de los procesos locales y regionales prehispánicos realizada hasta el momento. Articuladamente Lorandi analizó las fuentes coloniales, ofreciendo e interpretando gran cantidad de datos sobre el manejo del ambiente y las relaciones socioculturales de los indígenas de la región (Lorandi 2015). Gramajo de Martínez Moreno (1979), por su parte, fue quien puso en evidencia y caracterizó materiales y contextos hispano-indígenas y coloniales. Desde fines de la década de 1970 la zona del Salado dejó de ser objeto de estudio hasta el año 2011 en que comenzamos nuestro proyecto en su sector medio.
En relación al río Dulce fue von Hauenschild (1949) quien, entre los pioneros, mejor dio a conocer una diversidad de sitios que abarcarían un amplio rango temporal. Posteriormente Gómez (1966) definió la llamada Cultura Las Mercedes, estimando su desarrollo entre aproximadamente el 500 y el 1100 d. de C.[2]. Esta ubicación cronológica será confirmada y afinada por Togo (2004, 2007) al realizar las primeras dataciones radiocarbónicas de dichos contextos, avanzando además en un estudio más abarcativo de sus características, distribución y situación. Del Papa (2012a y b, entre otros) aportó luego una detallada caracterización arqueofaunística de los mismos. Paralelamente, no se cuenta con estudios sistemáticos sobre los sitios más tardíos de esta zona, lo que limita las posibilidades de incorporarlos adecuadamente a la discusión general.
Poblaciones, espacios, prácticas e idiosincrasia en la llanura santiagueña
La llanura regada por los ríos Dulce y Salado se muestra, en general y hasta el momento, como un espacio con una ocupación bastante tardía. Esto contrasta con los registros de la zona serrana, donde hay sitios con tecnología lítica de tipo Ayampitin y Ampajango similar a la registrada en serranías y valles vecinos y asignable a cazadores recolectores del Holoceno Temprano y Medio (aunque no hay fechados para los casos de Santiago del Estero) (Gómez 1975a y b, Gramajo de Martínez Moreno 1978). Ante ello surge la pregunta de si la llanura santiagueña pudo no haber sido ocupada sino hasta más tardíamente, o si existen sesgos de muestreo y errores de identificación, ya que la problemática nunca fue abordada específicamente. Aunque los trabajos pioneros y también los posteriores realizaron amplios reconocimientos y recolecciones de materiales en la llanura, también hay que considerar la potencial baja visibilidad intrínseca de los contextos y el posible soterramiento y dispersión por la geodinámica local. La también aparente ausencia, en el centro de la llanura y el Salado, de registros sincrónicos a las primeras manifestaciones alfareras detectadas hacia los márgenes occidentales de la misma reafirma el interés por analizar las causas y procesos naturales y/o culturales de este registro arqueológico diferenciado. Por el momento no existen estudios ad hoc que permitan resolver la cuestión.
El primer milenio y la supremacía del río Dulce
Así la cuestión, las evidencias más antiguas conocidas para la llanura santiagueña corresponden a contextos con alfarería incisa y pintada (compuesta por diversos tipos y agrupada bajo la denominación de Las Mercedes sensuGómez 1966; cfr. Reichlen 1940 y Togo 2004) (Figura 4), ubicados principalmente en sitios en torno al río Dulce en su sector norte y centro y hacia las márgenes occidentales de la misma. Los fechados más tempranos hasta ahora obtenidos se remontan a 1580 ± 60 AP y llegan hasta 1060 ± 70 AP, con un caso anómalo de 700 ± 70 AP (Togo 2007). Estos contextos muestran manifestaciones culturales afines a las registradas en el piedemonte andino y valles contiguos, como cría de camélidos, acceso a metalurgia, y desarrollo de cerámica semejante a las conocidas como Ciénaga, Cortaderas y Candelaria (Serrano 1958; Gómez 1966; Núñez Regueiro & Tartusi 1990; Togo 2004), aunque también particularidades propias y una cronología un poco más tardía que los registros más antiguos de éstas (Taboada 2011). Según una caracterización ambiental general (Iriondo 2006) y análisis de arqueofauna (Del Papa 2012a), se estima para la zona y época un ambiente seco y semiárido. De modo similar a las poblaciones alfareras asentadas en el piedemonte, se aprovechó la variada fauna silvestre y también habría habido cría de camélidos favorecida por el clima (Del Papa 2012a y b). Si bien en la bibliografía se ha considerado a estas comunidades como agroalfareras, por ahora no hay estudios específicos que permitan afirmar o negar que fueran sociedades agrícolas (cfr. Lorandi 2015). Se han hallado molinos de piedra (Togo 2004) pero no se cuenta con análisis de macro ni microrrestos ni se han reportado estructuras agrícolas en relación a estos contextos.
De los datos aportados por von Hauenschild (1949), Gómez (1966, 2009) y Togo (2004), parece desprenderse que los sitios en cuestión se encuentran soterrados, sin evidencias conservadas de arquitectura y sólo detectables por material (mayormente cerámico) en superficie. Lamentablemente no hay datos ni una problematización respecto del modo de instalación ni sobre los diferentes tipos y funciones de los espacios y estructuras que pudieran componer los asentamientos, sobre la significación conductual o estratigráfica de los contextos excavados, ni en relación al grado de estabilidad/movilidad residencial a la que remitirían. Aun así, a partir de la revisión de la información disponible podemos concluir que estos asentamientos no muestran las estrategias desplegadas posteriormente para sortear/aprovechar la dinámica hídrica. Las comunidades en cuestión no parecen haber desarrollado instalación en montículos (Lorandi 1978) y no hay registro de represas o intervenciones en el terreno (G. Ortiz, com. personal, 2016) como se aprecia para otros momentos. Como veremos, es posible que esto pudiera tener que ver con las características climáticas más secas de la época, pero también con cuestiones culturales y de consecuente elección de ubicación y gestión de los asentamientos.
Todo apunta a que se trata de poblaciones que habitaron a lo largo de unos 500 a 700 años hacia la zona occidental de la llanura santiagueña, con similares modos de asentamiento, prácticas tecnológicas y desarrollos cerámicos (aunque hay variantes internas menores, cfr. Togo 2004) durante este período, con estrategias de aprovechamiento intensivo de recursos naturales locales, y compartiendo modos de hacer y representar con los desplegados por comunidades asentadas en el piedemonte y valles contiguos del NOA. Según los datos actuales, poblaciones de esta época no parecen haberse asentado en la zona central de la llanura y el Salado, donde los registros más tempranos hasta ahora datados se ubican en 1140 ± 60 AP y 950 ± 90 AP (Lorandi 1978). De hecho, no podemos descartar que en esta otra área existan sitios más tempranos soterrados, más aun considerando que esa parece ser la característica con la que se presentan en la zona del Dulce y que la dinámica hídrica y sedimentaria debió ser mayor en una época de más humedad. De todos modos, sí es posible reconocer en el Salado y centro de la llanura santiagueña algunas de las características de la cerámica Las Mercedes[3], así como también otras vinculadas a un nuevo estilo que por entonces se desplegaba en el piedemonte y valles del NOA denominado Aguada (Lorandi 1977). Esta situación se da en contextos que presentan particularidades propias y enganchan cronológicamente con los últimos registros obtenidos en el Dulce para contextos Las Mercedes. Dicha cerámica fue ubicada en el Salado dentro de la Fase Las Lomas y en torno al 1000 AP (Lorandi 1974). Lorandi atribuyó a esta fase algunos sitios del Dulce y de las Sierras de Guasayán en base a sus características cerámicas, pero no hay fechados de los mismos que permitan correlacionar afinadamente su cronología en esta zona. Lo significativo es que dichos sitios parecen diferenciarse en un aspecto esencial ya señalado para momentos previos: la ausencia de montículos (Lorandi 1978). Esto, junto a otros datos que veremos, permite hipotetizar que este modo de instalación se desarrolla en torno a la mesopotamia central y el río Salado a partir de otras tradiciones y necesidades. Parece que recién después se despliega en el oeste provincial y, aun así, no hace uso de montículos en sectores con cierto relieve (las zonas serrana y de ingreso del Dulce a la provincia, donde el río aún no es divagante; Lorandi & Lovera 1972). Lo dicho reafirma la idea de que pudo ser un desarrollo cultural específicamente diseñado para ciertos ambientes y geomorfología.
Otros elementos de posible enlace cronológico y espacial entre los registros del Dulce y del Salado se dan en algunos sitios de la mesopotamia central, como en el de Santa Rosa. Allí hay cerámica Bislín Inciso (sensu Bleiler 1948), Córdoba Inciso (sensu Serrano 1958), bordes con puntos, líneas o reticulados incisos, y representaciones modeladas de caras antropizadas de búhos (Figura 5), un motivo definitorio de la cerámica Sunchituyoj pintada que se despliega en los primeros registros del Salado en torno al 1000 AP (Lorandi 1974). También hay instrumental lítico, materia prima ausente en la zona. Estos sitios no han sido estudiados sistemáticamente hasta ahora, por lo que carecemos de datos sobre su configuración. Tampoco hay fechados, pero la cerámica Córdoba Inciso ha sido datada en la provincia de Córdoba entre 1100 y 400 AP (González 1964; S. Pastor, com. personal, 2017), mientras que Bislín Inciso se asocia en el sitio El Veinte -en el Salado- a fechados a partir del 950 ± 90 AP (Lorandi 1977), y se ha señalado también en contextos con cerámica Las Mercedes en el Dulce (Gómez 1966). Con base a lo dicho, es posible estimar provisoriamente para estos contextos mesopotámicos una situación y cronología afines a los últimos fechados del Dulce para Las Mercedes y los primeros del Salado. Por su parte, la presencia de material lítico y de los tipos incisos se asemeja a resoluciones comunes en la zona occidental de la llanura y las sierras, el búho aparece como un rasgo chaqueño típico. Como sea, la carencia de análisis actuales de estos contextos impide ir más allá de estas primeras ideas. Lo que parece claro es que el avance de las investigaciones aporta cada vez más indicios de una diversidad de situaciones al interior de la llanura santiagueña (Taboada & Farberman 2014), una región inicialmente homogenizada bajo una caracterización general (cfr. Taboada 2011).
Instalación y modos de vida en torno al Salado y la mesopotamia al inicio del segundo milenio
Como adelantamos, asociadas a la instalación en montículos se registran las ocupaciones con dataciones más antiguas obtenidas hasta el momento en el Salado y plena llanura. Se trata de contextos ubicados a partir de 1140 ± 60 AP en el sitio Quimili Paso en la mesopotamia central y de 950 ± 90 AP en el sitio El Veinte situado al este de Salado (Lorandi 1970; Lorandi et al. 1977). La época coincide con el Cálido Medieval, período con mayor humedad y vegetación para un área que antes parece haber sido bastante árida (Iriondo 2006). Como ya dijimos, por ahora no podemos descartar anteriores ocupaciones en la zona, pero tampoco que los cambios ambientales pudieron ser los que permitieran la instalación en la misma –aun cuando antes pudiera darse la circulación por ella-, requiriendo el desarrollo de estrategias para afrontar la dinámica hídrica. Sin embargo, ante la falta de estudios específicos, hay que dejar abierta la opción de que los cambios ambientales ocultaran o desfiguran instalaciones previas. Como sea, lo que parece claro es que para la época que nos ocupa se dieron, además de la habitación en montículos, prácticas de manejo de la geomorfología y el agua. Las mismas recuerdan, aunque con diferencias, a la forma general de asentamiento y gestión del terreno adoptada por otras poblaciones de las tierras bajas sudamericanas (por ej., Rostain 1999; Bonomo et al. 2011; Prümers & Jaimes Betancourt 2014, entre otros). Este modo de instalación perdura en torno al Salado hasta la Colonia y se desplegará también en parte del Dulce. La aparición por entonces de un conjunto de otros caracteres de tinte chaqueño -que en breve ampliaremos- llevó a Lorandi (1978) a definir el inicio de lo que llamó Tradición Chaco Santiagueña, diferenciándola de las manifestaciones anteriores registradas en el Dulce, más cercanas a las descriptas para el piedemonte y valles colindantes.
Los sitios en cuestión se ubican en tierras apenas elevadas dentro de cuencas deprimidas o en paleoabanicos surcados por cauces, a lo largo de los cuales y entre ellos se disponen los montículos. Dos parecen ser los modos principales de emplazamiento y distribución de éstos: en hileras y en grupos (Wagner & Wagner 1934; Reichlen 1940; Lorandi & Lovera 1972) (Figura 6). No parece darse una combinación en un mismo sitio. Esto podría apoyar la idea de que la distribución es producto de las características del terreno: en hileras sobre los bordes de cauces, y en grupos donde no los hay y/o donde se cuenta con zonas un poco más altas dentro de cuencas deprimidas. Emplazamientos semejantes, tanto en relación a albardones como a cuenca deprimidas, han sido referidos por Ceruti (1999) para la cuenca inferior del río Salado en la vecina provincia de Santa Fe, en relación a poblaciones alfareras cazadoras recolectoras y pescadoras móviles más tempranas y contemporáneas a las primeras registradas en nuestra zona y que el autor señala pudieron moverse también por la llanura santiagueña.
Los montículos de nuestra región de estudio muestran dimensiones más restringidas que las que en general presentan en otros sectores de las tierras bajas sudamericanas (Figura 7). Los autores refieren alturas conservadas que varían entre menos de 1 m y hasta 4 m. Los tamaños de planta rondan entre 12 x 7 m y 20 x 25 m, con extensiones máximas de hasta 50 m de diámetro mayor (Wagner & Wagner 1934; Reichlen 1940). Según lo que se conoce hasta ahora, constituyeron espacios de habitación, de actividad doméstica, de descarte y de inhumación. Los indicadores de estas actividades suelen registrarse al interior de un mismo montículo, aunque se ha señalado que algunos pudieron ser usados con fines exclusivamente funerarios/rituales (von Hauenschild 1949). Los que presentan componentes domésticos son los que han sido un poco más estudiados. Están constituidos por un núcleo estéril y por un depósito superior formado por evidencias de actividad cultural que aportan a su elevación. Este depósito puede mostrar dos tipos básicos de estructura: un único piso bien definido con indicadores de arquitectura perecedera derruida, o varios niveles de uso y rasgos (hornos y fogones) destruidos y/o sobrepuestos. Cada tipo de estructura monticular parece asociarse a una de las dos tradiciones cerámicas clásicas de la región: Averías y Sunchituyoj respectivamente (Taboada 2016). La identificación y problematización de estas situaciones, sumadas al estudio del registro arqueológico asociado, nos ha llevado a proponer el desarrollo de dos modos de vida y de habitar diferenciados: con asentamiento estable y con cierta movilidad residencial (Taboada 2016). El segundo tipo se asocia a las primeras ocupaciones del Salado y mesopotamia que nos ocupan en este apartado, aunque, según veremos, podría perdurar hasta momentos más tardíos.). Los que presentan componentes domésticos son los que han sido un poco más estudiados. Están constituidos por un núcleo estéril y por un depósito superior formado por evidencias de actividad cultural que aportan a su elevación. Este depósito puede mostrar dos tipos básicos de estructura: un único piso bien definido con indicadores de arquitectura perecedera derruida, o varios niveles de uso y rasgos (hornos y fogones) destruidos y/o sobrepuestos. Cada tipo de estructura monticular parece asociarse a una de las dos tradiciones cerámicas clásicas de la región: Averías y Sunchituyoj respectivamente (Taboada 2016). La identificación y problematización de estas situaciones, sumadas al estudio del registro arqueológico asociado, nos ha llevado a proponer el desarrollo de dos modos de vida y de habitar diferenciados: con asentamiento estable y con cierta movilidad residencial (Taboada 2016). El segundo tipo se asocia a las primeras ocupaciones del Salado y mesopotamia que nos ocupan en este apartado, aunque, según veremos, podría perdurar hasta momentos más tardíos.
Una cuestión que se planteó desde el inicio de la investigaciones regionales fue si los núcleos de base de los montículos eran construidos o naturales (Wagner & Wagner 1934; Relaciones de la Sociedad Argentina de Antropología 1940). Frenguelli (1940) planteó, para casos en torno al río Dulce, un origen natural: a partir de viejos médanos (con concavidades naturales asociadas), por segmentación de albardones, y por relleno entre ellos. De los tres tipos podemos encontrar ejemplos para el Salado. Allí varios sitios muestran su asociación a paleocauces y la disposición de los montículos en sus bordes sobreelevados. También hay montículos que se ubican en medio de abanicos aluviales, presentan menores alturas que los ubicados sobre los albardones y suelen no tener núcleos reconocibles. Un caso que sondeamos en el sitio Sequía Vieja mostró que la potencia fértil continuaba de forma significativa por debajo del nivel actual del terreno, con lo cual es posible que estas zonas interiores de los abanicos hayan sido rellenadas por sedimentación -como refiere Frenguelli para el Dulce- desfigurándose las huellas de cauces y albardones previos. Reichlen (1940) da cuenta de casos similares para el NE de la provincia. Por su parte, varios sitios de la zona de los Bañados de Añatuya -un área deprimida con registro de varias lagunas antiguas- se ubican sobre la llamada “Loma Grande” (Reichlen 1940). Aunque faltan aún estudios para evaluar si la misma pudo configurar una duna, la situación concuerda, al menos, en la disposición en torno a bajos señalada por Frenguelli para el Dulce. Similar situación fue referida también por Ceruti (1991, en Cocco 2010) para el Salado inferior en Santa Fe. Como sea, otras referencias dan lugar a que los núcleos de montículos pequeños o con concavidades adyacentes pudieran haber sido construidos (Wagner & Wagner 1934; Reichlen 1940). Hasta tanto se cuente con estudios concluyentes parece prudente no plantear la cuestión en términos contrapuestos, y dar cabida a que, según la situación, se pudieron combinar las potencialidades (o restricciones) del terreno con necesidades y capacidades humanas para intervenirlo. El caso analizado por Lorandi (Lorandi et al. 1977; Lorandi 2015) para el sitio El Veinte podría ser un ejemplo de ello. La relevancia de afinar la cuestión radica en la posibilidad de atribuir -o no- a las poblaciones de la región la capacidad técnica y la organización comunitaria para implementar un manejo hidráulico y del terreno, como ya dijimos se dio en otras zonas bajas de Suramérica.
Otro rasgo asociado a los sitios en cuestión lo constituyen las llamadas represas. Se trata de hondonadas de diversos tamaños y también de origen discutido. Según Reichlen (1940) aquellas muy grandes (hasta 200 m de largo y 10 m de profundidad) serían bajos naturales, mientras otras más pequeñas podrían ser artificiales. Por analogía con la principal función que actualmente se les da a estas estructuras, se las ha vinculado a la finalidad de almacenar agua. Sin embargo, las fuentes coloniales señalan que hoyadas de gran tamaño servían como receptoras de aguas para evitar el anegamiento en épocas de lluvia (Lorandi 2015). De ello resulta que quizás fueran necesarias, en primera instancia, para que ciertos espacios fueran aptos para la instalación humana. La documentación dice que también se usaban para pescar, y cuando se secaban para sembrar. Servirían así a una agricultura de inundación que aprovechaba la humedad y limos fertilizantes de las crecidas (Lorandi 2015). De hecho, los bajos y paleocauces son actualmente las áreas privilegiadas para la siembra[4]. Las represas no se registran en todos los sitios, aunque aparentemente sí en toda la secuencia de ocupación en el Salado. Su presencia podría vincularse a la distancia del asentamiento respecto de las fuentes de agua, a la necesidad de encauzarlas y/o a la estación de permanencia en el sitio en caso de movilidad residencial.
Un tema relacionado es si la instalación en las márgenes de cauces hoy secos se dio cuando estaban activos. Lamentablemente no existen determinaciones sobre la época en que lo estuvieron (V. Mariot, com. personal, 2012). En general, se ha supuesto que los asentamientos vinculados a paleocauces debían responder a momentos en que dichos cursos estaban activos y podían servir como fuentes de agua. Sin embargo, no se ha discutido el potencial riesgo de anegamiento, el otro factor clave de la dinámica fluvial local. Al estar los montículos sobre los albardones o entre ellos, gran parte de las habitaciones y espacios domésticos se habrían hallado directamente expuestas a los imprevistos desbordes de los ríos locales si estos estaban activos. Aportan a favor de un aprovechamiento de cauces secos o no permanentes las referencias de los cronistas, que señalan la dinámica de uso de los bajos en momentos con y sin agua (en Lorandi 2015). Por su parte, los albardones sobreelevados se refieren en fuentes del siglo XIX como los únicos caminos para atravesar los bosques (Palomeque 1992) (sin menguar el valor de los ríos con agua para conectar grandes distancias, Frenguelli 1940). Cauces temporalmente secos podrían haber servido así como vías de comunicación interpoblados. De hecho, varios sitios de los Bañados de Añatuya que comparten cronología y un posible ensamble sociopolítico entre sí (Taboada 2014) pueden ser conectados siguiendo estos cauces (Reichlen 1940; G. Ortiz, com. personal, 2016).
Lo expresado no quita que también pudiera darse la instalación cerca de ríos activos, pero en este caso la misma debió usar una estrategia que no supusiera riesgo de desbordes sobre la zona habitacional. Tal podría ser la situación de Quimili Paso, sitio para el que Lorandi señala un patrón de tres grupos de cuatro o cinco montículos no dispuestos en albardones sino ubicados irregularmente a una distancia de entre 20 y 100 m del río en su cauce actual. La autora considera que, en este caso, el aprovisionamiento de agua debió ser directamente del río, en tanto el sitio, además, no tiene represas (sólo hay una hondonada de origen y uso indefinido) (Lorandi & Lovera 1972; Lorandi 2015). El sitio El Veinte, en cambio, presenta montículos en hilera sobre albardones y tiene dos represas y aparentes intervenciones para dirigir el agua (Lorandi et al. 1977). Según Lorandi, las diferencias en la forma de instalación darían cuenta de la capacidad de adaptación a diferentes microambientes y mostrarían la flexibilidad de los grupos para explotarlos. Como veremos, podrían tener que ver, quizás también, con estacionalidad residencial.
Ahora bien, asociadas a los primeros registros de este modo de instalación se dan también otras novedades respecto de momentos previos documentados en el Dulce. Una de ellas es el desarrollo de la alfarería Sunchituyoj (Figura 8A), que incluye variantes vinculadas a diferentes cronologías y situaciones (Lorandi 1974, 1978). Esta cerámica presenta pastas medias compuestas por arena y tiestos. Generalmente es bicolor (negro sobre rojizo natural de la pasta o negro sobre blanco), aunque hay variantes tricolores (Lorandi 1974). Muestra motivos pintados en positivo, en los que el tema central es el búho. Correlativamente, esta ave omnipresente en la región no se halla representada entre los restos arqueofaunisticos y se ha pensado que podría ser por tabú de consumo (Cione et al. 1979). Lorandi (1978) observó, además, que la mencionada cerámica no se encuentra fuera de la llanura (considerando el piedemonte de Tucumán y Catamarca). Se pueden incluir también las serranías bajas adyacentes y del norte de Córdoba (Gramajo de Martínez Moreno 1978; Berberián & Nielsen 1985; Urquiza 2011; S. Pastor, com. personal, 2016). La autora la vincula a una integración ecológica chaqueña y se pregunta si podría tener relación con mitos ornitológicos locales. Vasijas achatadas con asas macizas laterales y uso de barbotina rugosa denunciarían también caracteres chaqueños (Lorandi 2015).
Aun así, las variantes de Sunchituyoj asociadas a los fechados más tempranos del Salado muestran algunos caracteres -que luego desaparecen- que Lorandi (1977) relaciona con una representación draconizada del búho como consecuencia de influencias del estilo Aguada, que por entonces se desplegaba en la región valliserrana del NOA. Como dijimos, otros caracteres cerámicos -en especial tipos incisos- que aparecen en la mesopotamia y el Salado también apuntan a algún tipo de conexión por esta época con las poblaciones asentadas en torno al río Dulce y sierras de Córdoba. También la presencia en El Veinte y en Quimili Paso de artefactos líticos (puntas de proyectil, hachas, pilones y boleadoras) y de una campanita de metal –materia y tecnofactura desconocida en la región y desarrollada por entonces en la zona valliserrana- (Lorandi 1977) ponen en evidencia la capacidad de obtención de recursos y bienes ausentes en la zona y quizás procedentes del oeste. El tamaño de los sitios de esta época, con hasta unos veinte montículos no todos contemporáneos ni probadamente habitacionales, daría cuenta de comunidades pequeñas. Aun así, éstas parecen haber manejado ya eficientemente la instalación en relación a la dinámica hídrica según vimos para el sitio El Veinte y que Lorandi consideró como un sistema elemental de control hidráulico (Lorandi et al. 1977).
Según adelantamos, el análisis de los montículos de El Veinte, Quimili Paso y de otros sitios más de la bibliografía da cuenta de espacios domésticos poco formalizados y varias veces reformulados, con corrimiento horizontal y vertical de áreas de actividad, de niveles de uso y de hornos y fogones, mediados por cierta sedimentación o capas estériles (Lorandi & Lovera 1972; Lorandi et al. 1977; Taboada 2016). Estos niveles de ocupación están poco consolidados en contraste con pisos preparados y muy definidos registrados en relación a ocupaciones más tardías. Tampoco hay, como en aquellas, indicadores conservados de arquitectura. Una serie de evidencias hace suponer cobijos de baja inversión constructiva y material perecible (Taboada 2016). La disposición y estructura que presentan los estratos, rasgos y materiales, junto a otros datos que analizaremos, nos hace pensar que este tipo de ocupación fue de uso intermitente, y podría dar cuenta de cierta movilidad residencial (Taboada 2016). Cabe agregar que, al menos en tres casos bien registrados, estos montículos dieron lugar también a inhumaciones. En El Veinte se halló un entierro secundario incompleto y en Quimili Paso uno primario extendido y otro en urna, todos sin ajuar (Lorandi 2015). Entierros directos y en urnas insertos en las bases de montículos domésticos se han comprobado a lo largo de toda la secuencia prehispánica local conocida. Este tipo de estructura monticular está bien registrada para el momento que nos ocupa, pero es posible que se mantuviera en el tiempo (cfr. Taboada 2016).
Los mencionados montículos presentan hornos semiesféricos cavados en la tierra, que parecen haberse usado para cocinar y/o almacenar[5](en un caso se halló un guanaco completo y en otro restos carbonizados de marlos de maíz) (Cione et al. 1979; Lorandi et al. 1977). Por su parte, la cantidad de fragmentos cerámicos recuperados y también las piezas completas –algunas de gran tamaño–, hallada en los montículos muestra el papel relevante jugado por la alfarería para estas poblaciones, vinculada quizás, en gran medida, a almacenaje de agua y diversos productos. Si bien para época colonial, las fuentes señalan que los indígenas dejaban reservorios de agua en tinajas enterradas (J. Farberman, com. personal 2017). Es posible que, en caso de movilidad residencial, estos grandes recipientes quedaran en los asentamientos de referencia con provisiones. En estos contextos se ha recuperado también gran cantidad de artefactos (puntas de hueso y líticas, arpones, boleadoras, hachas pulidas, punzones) relacionables con extracción de recursos del monte y otras prácticas domésticas (Figura 8B). Algunos tubos de hueso pudieron servir para consumo de alucinógenos a partir de la comparación con los del área valliserrana (Lorandi et al. 1977; Lorandi 2015). El uso de tubitos para absorber el cebil en ceremonias para llamar a la lluvia también se encuentra referido por Lozano (en Lorandi 2015). Restos de almidones afines a Anadenathera colubrina “cebil” (Burgos 2015 ms)[6] recuperados en una pipa hallada en Sequía Vieja con un fechado por AMS análogo a los de El Veinte, reafirma la posibilidad de esta práctica y el uso de dicho alucinógeno en la época y área. A su vez, parte de las actividades debían darse fuera de los poblados, en relación a incursiones logísticas para aprovisionamiento de recursos como también para actividades sociales y rituales (Taboada 2017). Fuera de los asentamientos se han hallado sobre todo hachas de piedra (Reichlen 1940), pero al momento no se cuenta con investigaciones que den cuenta sistemática de estas situaciones de baja densidad y visibilidad.
Los restos de fauna de El Veinte y Quimili Paso muestran que las poblaciones aprovecharon gran variedad de aves, peces y mamíferos (Lorandi & Lovera 1972; Lorandi et al. 1977; Lorandi 2015). Se identificaron restos de guanacos, pero aún no hay determinaciones para estimar si hubo cría de llamas. Como ya dijimos, la fauna muestra la posibilidad de un ambiente más húmedo que el actual y recursos acordes al Cálido Medieval. La densidad y variedad de artefactos y restos arqueofaunisticos registrados en estos sitios está ausente, en cambio, en los sitios más tardíos y de instalación permanente, donde -según las fuentes- se habría dado con importancia la agricultura (Lorandi 2015). Mientras, para los contextos y época que estamos analizando, el único registro de posible agricultura lo constituye el hallazgo excepcional de maíz dentro de un horno de El Veinte (Cione et al. 1979; Lorandi 2015). Esta fue pensada por los mismos autores como de bajo rendimiento alimenticio y subsidiaria de los otros recursos identificados. Se suman ahora nuevos análisis de fuentes que, aunque para momentos posteriores, permiten considerar justamente una instalación no permanente asociada a cierta producción agrícola como modo de vida desplegado por algunos grupos lules de la región (Farberman y Taboada 2018), tema sobre el que volveremos. Con base a un modelo de posible movilidad y retorno a los asentamientos, se puede hipotetizar que estas poblaciones desarrollaran una agricultura estacional y de bajo cuidado, sujeta a temporal o en bajos inundables (Taboada 2016), como las fuentes señalan se practicaba en la zona (Lorandi 2015). El sitio El Veinte cuenta, efectivamente, con tales condiciones[7].
Finalmente, el análisis de la estructura y evidencias asociadas a los montículos del tipo que nos ocupan nos llevó a plantear que las poblaciones que gestionaron su vida doméstica en torno a ellos pudieron tener ciclos de movilidad residencial con retorno a asentamientos de referencia (Taboada 2016). En este marco interpretativo, sitios sincrónicos con modos de instalación diferenciada, por ejemplo, en relación al manejo de los recursos hídricos, podrían haber configurado sistemas de asentamientos complementarios. La integración de los datos nos hace pensar en ocupaciones tal vez estacionales, vinculadas al acceso y manejo diferencial sobre todo del agua -que en la zona está estacionalmente muy definida-, con retornos periódicos y reocupación de los mismos lugares dentro de ciclos anuales. Pudieron actuar correlativamente motivaciones sociopolíticas. Si bien para momentos posteriores, las fuentes recalcan la concentración de población durante el verano para la recolección y procesamiento comunitario de la algarroba, alrededor de lo cual se realizaban encuentros sociales, rituales y políticos, las mentadas “juntas y borracheras” (Farberman 2005). Esto nos indica que en cierta época la población estaba menos concentrada. Posiblemente durante el invierno, época de escases de agua y de recursos alimenticios, fuera más eficiente un patrón desagregado. Ahora bien, al proponer movilizaciones periódicas parece relevante retomar la cuestión de si fue posible la agricultura del maíz. El ambiente es propicio y la siembra y cosecha se hace entre primavera y verano, es decir, cuando empieza la estación de lluvias y aumenta la disponibilidad de agua, previa y simultáneamente a la época de concentración de población en torno a la algarrobeada. Como sea, serán necesarios análisis específicos para definir la posible estacionalidad de las ocupaciones.
Por su parte, una primera aproximación al tamaño y características de los asentamientos de la región muestra sitios de pocas estructuras asignables -en los casos con dataciones- a los primeros registros conocidos de instalación en la zona, y otros muy grandes con amplio rango temporal que pueden llegar a momentos de contacto hispano e incluyen también esas primeras cronologías. Para los más grandes registrados se han señalado entre 1000 y 1500 montículos dentro de 143 ha relevadas (por ej., sitio Llajta Mauca al este del Salado, en Wagner & Wagner 1934) (ver figura 6). Aun cuando no hay estudios modernos sobre estos sitios, y parte de estas elevaciones pueden ser solo naturales, dicho sitio proveyó gran cantidad de materiales y datos que mostrarían tanto un amplio rango de ocupación como la posibilidad de montículos con reocupaciones (Lorandi 1974, 1978; Taboada 2016). Todo hace pensar en la posible ampliación de éste y otros sitios por retornos y corrimientos de la instalación. Situaciones similares han sido señaladas por Cocco (2010) para el Salado inferior. Otros sitios medianos a grandes (de entre 50 a 100 montículos según Reichlen 1940) estudiados en la zona de los Bañados de Añatuya dan muestra, a partir de fechados y excavaciones propias, de rangos de ocupación entre el 800 ± 120 AP y el 310 ± 40 AP (Taboada 2014). En el caso de Mancapa, tres dataciones en tres montículos casi colindantes entre sí ofrecieron tres momentos de uso bien diferenciados (Taboada 2014). Según veremos, es posible que el mayor tamaño y amplio rango de ocupación de algunos de estos sitios se relacione también con que algunos pudieran haber ido adquiriendo con el tiempo mayor estabilidad e importancia demográfica y política, quizás a partir de cierta ubicación estratégica que motivara a su vez encuentros comunitarios periódicos en ellos.
Habitar y relacionarse en el Salado a fines del prehispánico y principios de la Colonia
Lo dicho anteriormente se vincula a diferentes indicadores que hacen pensar en el desarrollo tardío de un modo de vida más estable, no representado en los primeros registros conocidos de instalación en torno al Salado y la llanura central. Este podría ser parte de una etapa de introducción de novedades de distinto orden, que parecen identificarse en primera instancia por la aparición de nuevas modalidades cerámicas, denominadas Averías y Negro sobre Rojo Brillante (apenas estudiada aún). Lorandi (2015) ubica el primer registro conocido de Averías, muy escaso, en el sitio Qumili Paso, a partir de aproximadamente el 1200 d. de C., en asociación a cerámica mayoritariamente Sunchituyoj y en montículos con varios niveles de uso. Posteriormente se la encuentra en grandes cantidades en relación a montículos con ocupación única ubicados en sitios de mayor tamaño (Taboada 2016). Averías presenta una pasta de gran densidad y calidad. Es una cerámica tricolor muy vistosa (rojo y negro sobre naranja o ante) con representación fundamentalmente geométrica y cuyo motivo más conspicuo es el rayado fino (Figura 9). También se dan motivos rectangulares, romboidales, triangulares, serpentiformes y reticulados. Averías se distingue de Sunchituyoj por su estilo y técnica. Lorandi concluye un origen independiente y señala que presenta elementos “que se emparentan con estilos de la vertiente oriental y del sur del altiplano, donde se entrecruzan elementos propiamente andinos con otros amazónicos” (Lorandi 2015: 154). Von Hauenschild (1949) vio similitudes con tradiciones arauacas. Este es un tema pendiente, pero cabe recordar que, a partir más o menos de la época que nos ocupa ahora, se daba el avance de poblaciones desde el chaco boliviano (von Hauenschild 1949; Combès 2005; Oliveto & Ventura 2009, etc.). La aparente independencia de los modos de hacer la cerámica con la tradición previa, los distintos referentes iconográficos, la aparente similitud de Averías con estilos de la actual Bolivia, su vinculación a prácticas no registradas en contextos iniciales con Sunchituyoj -según veremos-, y su replicación fuera de la llanura en contextos incaicos por parte de posibles mitimaes trasladados por los incas -mientras no ocurre lo mismo con Sunchituyoj- llevó a Lorandi (1980, 1984, 2015) a considerar que estos dos estilos pudieran representar a poblaciones inicialmente diferenciadas, y luego parcialmente integradas dada su asociación contextual, la combinación de pautas iconográficas y ciertas referencias coloniales. Se agregan ahora la aparente diferencia en los modos de habitar asociados a cada estilo (Taboada 2016) y avances en la lectura de fuentes documentales que apuntan en el mismo sentido (Farberman & Taboada 2018), sobre los que nos explayaremos luego.
Ahora bien, los contextos donde Averías se ha registrado por primera vez muestran algunas diferencias con los de El Veinte y situaciones englobabas por Lorandi en torno a él. Una de las novedades es el registro de artefactos asimilados a torteros -pesos de husos de hilar- (son pocos, simples, grandes y sin decoración). Estos instrumentos presentan diferencias (en morfología, estilo y en las cantidades representadas) respecto de torteros que se encontraron en gran abundancia en los sitios más tardíos de la zona (Reichlen 1940; Lorandi 1978). Esto viene siendo analizado fundamentalmente en relación a dos cuestiones: si las diferencias tienen que ver con modificaciones en las fibras usadas y calidad del producto, y/o en relación a cambios sociohistóricos de producción -según veremos más adelante- (Taboada & Angiorama 2010; López Campeny 2011-2012; Taboada et al. 2018, etc.). Por lo pronto, cabe decir que para los contextos donde aparecen estos artefactos no contamos con datos para definir qué materias primas se hilaban. No hay hallazgos de tejidos ni de fibras y los estudios tecnológicos y experimentales no son definitivos en dicho sentido (López Campeny et al. 2017). Básicamente hay dos posibilidades: lana y algodón. Una tercera opción sería la seda del monte -Saturniidae Rothschildia- (Reichlen 1940; López Campeny 2011-2012), pero por el momento no hay mayores evidencias para considerarla que su uso en el siglo XIX y hasta ahora. Como sea, también las dos primeras encuentran objeciones y posibilidades parciales (cfr. Taboada et al. 2018). Si bien hay registro de camélidos, no hay determinaciones sobre la presencia de llama para esta época y zona, y en general se han planteado las dificultades para su desarrollo en este tipo de ambientes (Lorandi 2015) o para obtener una lana productiva (A. Romano, com. personal, 2016). Respecto de cultivo del algodón, aunque es posible por el ambiente y se cultivaba en el NOA desde tiempos anteriores (Andreoni et al. 2012), las evidencias muestran una economía básicamente extractiva para las poblaciones de referencia. Sin embargo, la cantidad y simplicidad de los torteros apunta a una producción doméstica quizás inicial, lo cual sí es acorde al resto del contexto sociocultural. El algodón es apropiado para el cultivo hortícola (Andreoni et al. 2012) y puede pensarse en una práctica a esta escala como se propuso para el maíz de El Veinte. De todos modos, en vista a estas incertidumbres, y aunque para artefactos similares más pequeños y tardíos hemos identificado su asociación directa a hilados comprobándose así su uso como torteros (López Campeny & Taboada 2016), queda abierta la opción de que estos otros, más grandes y parcialmente diferenciados de aquellos, sirvieran a otra función (Lorandi 2015).
Ahora bien, Averías adquirirá amplia distribución en momentos un poco posteriores, llegando a coloniales (Lorandi 1978; Gramajo de Martínez Moreno 1979). A los contextos con presencia ya importante de este estilo es que se asocian las otras importantes innovaciones tecnológicas y sociales anunciadas precedentemente. Ellas son el gran desarrollo textil, la agricultura productiva con manejo hidráulico según señalan las fuentes, la amplitud de los asentamientos y la construcción de espacios habitacionales formalizados y de instalación permanente. El análisis de los montículos domésticos asociados a este tipo de cerámica, cronología y contextos aportó indicadores de un único nivel de ocupación habitacional, con pisos preparados, evidencias de arquitectura perecedera con techo de torta de barro y ramas o paja, e inserción en sitios tardíos de gran tamaño (Taboada 2016). Correlativamente sabemos por las fuentes que para época prehispánica final se dio una mayor concentración poblacional y que había una organización social basada en el cacicazgo (Castro Olañeta 2013a y b). En este marco, algunas zonas y asentamientos previos pudieron haber cobrado cierta preeminencia. En especial los sitios de los Bañados de Añatuya han aportado evidencias para pensar que pudieron conformar un centro sociopolítico relevante en relación a otros asentamientos de la región, como así también a situaciones de interacción con ciertas poblaciones, en particular incas, “chiriguanaes” y españoles (Taboada 2014; Taboada & Farberman 2014). El sitio Sequia Vieja, ubicado en dicha área, muestra indicadores de viviendas de ocupación única, una alta concentración de bienes especiales que a continuación detallamos (lamentablemente sin datos de contextos por ser de colecciones), y una larga trayectoria como posible núcleo de interacciones y de preeminencia política regional. Todo es excepcional en Sequía Vieja (Taboada 2014). Excavaciones del siglo pasado dieron cuenta de cerca de 100 pipas (algunas similares a las registradas en el litoral, chaco y llanura pampeana. cfr. Letieriet al. S/F; Bonomo 2013), algo inédito para cualquier otro sitio conocido. El antes mencionado fechado por AMS que realizamos sobre el contenido de una de ellas arrojó una datación de 800 ± 120 AP. Esto permite ubicar su uso, y la relevancia del sitio, quizás desde momentos contemporáneos a las primeras ocupaciones en el Salado. De la misma forma se hallaron en Sequía Vieja más de 60 objetos de metal, en gran parte bienes de prestigio de tipo incaico (Pedersen 1952; Angiorama & Taboada 2008), y unos 6000 torteros de hilar de unos 13000 recuperados en la zona -un registro inaudito en ambos casos- (Wagner & Righetti 1946; Taboada & Angiorama 2010). El asentamiento prehispánico de Sequía Vieja fue luego reorganizado como un pueblo de indios colonial, que creemos identificar con Lasco, la cabecera del Curato (Taboada & Farberman 2014, 2018). Además, las crónicas dan cuenta de que en el área de los bañados se realizaban juntas entre poblaciones locales y “chiriguanaes” para enfrentar a los españoles, reafirmando la relevancia sociopolítica de esta zona (Taboada & Farberman 2014). En ese sentido, gran parte de los otros sitios de los Bañados de Añatuya (Averías, Laguna Muyoj, Tulip Loman, Mancapa, etc.) también aportaron bienes alóctonos de metal y abundancia de torteros (Taboada & Angiorama 2010). Esta situación, compleja por la falta de datos contextuales de los objetos de las colecciones, y por presentar los sitios un amplio rango de uso, viene siendo estudiada por nuestro proyecto en relación a la interacción, alianzas y concentración creciente de población y de poder en torno a esta zona.
El tema de los objetos metálicos es relevante porque son productos alóctonos y porque sus características morfoestilísticas y técnicas son análogas, o bien a piezas incaicas, o bien a las producidas por comunidades de los valles del NOA en época prehispánica tardía, ambas poblaciones no registradas en la llanura santiagueña (Figura 10) (Angiorama & Taboada 2008). El problema radica en determinar asociados a qué procesos pudieron llegar estos objetos, un tema que vamos tratando de afinar con la generación de nuevos datos. Una de las preguntas es si los objetos de metal incaicos pueden dar cuenta de una relación entablada con el Tawantinsuyu -que clásicamente se planteó no alcanzó Santiago del Estero por la ausencia de cerámica e instalaciones incas, aunque hay rasgos incaicos y se habla quichua-, y en cualquier caso qué papel jugaron para las poblaciones locales (Angiorama & Taboada 2008; Taboada & Angiorama 2010; Taboada et al. 2013; Taboada 2014; Taboada et al. 2018).
El avance en el análisis de varios datos avala actualmente que las poblaciones de las tierras bajas santiagueñas pudieron haber interactuado con los incas, que a principios del siglo XV conquistaban las tierras altas del NOA. Fue Lorandi quien propuso una hipótesis inicial, a partir de la identificación, en sitios incaicos de los valles del NOA, de cerámica en pastas locales análogas a Averías y Negro sobre Rojo Brillante[8]ubicadas en la llanura santiagueña en contextos más tempranos (Lorandi 1980; Cremonte 1994; Williams & Cremonte 1994). Planteó que comunidades procedentes de ella habrían sido trasladas a los valles como mitimaes (Lorandi 1984). Esto implica, o una conquista sobre estas poblaciones, o un pacto con ellas. La hipótesis de la autora es que, si bien los incas no ocuparon las tierras bajas, ante el avance de grupos del este pudo jugar un rol importante la lealtad de las poblaciones locales de la llanura en el cuidado de la frontera oriental. A la vez, algunas de ellas pudieron ser trasladadas para cumplir funciones artesanales, administrativas o agrícolas según puede interpretarse de varias fuentes (Lorandi 1980). También se ha propuesto que los juríes -nominación genérica dada a las poblaciones que ocupaban, entre otros sectores, la llanura santiagueña (Farberman & Taboada 2012; Lorandi 2015)- habrían actuado como primera defensa contra los avances chiriguanos del oriente dentro de un pacto establecido con los incas (D´Altroy 2003). Según Pärssinen (2003), en esta relación pudo haber sido relevante el río Salado como eje que comunica justamente la llanura santiagueña con los valles de Salta, donde hay asentamientos incaicos y evidencias similares a las de Santiago del Estero. Otros registros estilísticamente muy parecidos a los utilizados por las poblaciones del llano santiagueño (cerámica, torteros con decoración incisa) registrados en sitios incaicos de los valles del NOA aportan más elementos a aquella hipótesis (Taboada et al. 2013). Varios documentos dan a entender que poblaciones de las tierras bajas ofrecieron su vasallaje al inca y concertaron su amistad (Lorandi 1980). Las fuentes señalan que habrían entregado regalos que incluyeron elementos típicos de esas zonas, como ropa de algodón, a la vez que se recalca su falta de metales (Lorandi 1980; Taboada et al. 2013; Castro Olañeta 2013b). Algunos grupos o individuos pudieron adquirir así privilegios en la jerarquía institucional (Lorandi 1980).
Paralelamente, hasta ahora no hay indicios de una conquista incaica efectiva ni de instalación inca en la llanura santiagueña. Lo que hay son algunos tipos de bienes incaicos o andinos muy particulares: objetos de metal, un par de pichcas, cuentas de mineral de cobre, y platos cuatripartitos con caracteres no locales (Taboada 2014). Tampoco hay evidencias de instalación de comunidades ajenas a la región (al menos en la zona del Salado donde se dan estos bienes ni en lo conocido arqueológicamente) como para pensarlas como potenciales agentes de circulación de los objetos mencionados, en particular aquellas poblaciones de los valles que realizaban objetos de metal similares a los de tipo no incaico hallados en la llanura santiagueña (Angiorama & Taboada 2008). Consistentemente, la instalación y el material mueble registrado en los sitios de los Bañados de Añatuya dan cuenta de patrones previos y de que allí vivieron comunidades locales, a la vez que el análisis de las fuentes de la región tampoco muestra hasta ahora población foránea en la zona que pudiera haber sido movilizada por los españoles (J. Farberman, com. personal, 2017). Todo lo dicho desestima por el momento que los objetos incaicos y valliserranos llegaran a la llanura de la mano de poblaciones trasladadas –al menos de poblaciones ajenas a la zona- sea por los incas o por los españoles.
En este marco, propusimos la hipótesis de que ciertos objetos de metal hallados en el área de los Bañados de Añatuya pudieron haber actuado como contradones entregados por los incas en el marco de alianzas (Angiorama & Taboada 2008; Taboada & Angiorama 2010). En particular pudieron llegar de ese modo algunos tipos de objetos. Tal podría ser el caso de aquellos que configuran bienes de prestigio asociados a hombres y mujeres de cierto rango en la nobleza incaica (tokis, hachas, mazas estrelladas y placas, para hombres; lauraques y topus para mujeres), más aun considerando que algunos de ellos no se han registrado en el NOA como para proceder de allí (particularmente los lauraques) (Taboada et al. 2013). Estos objetos pudieron ser entregados o usados por jefes locales; también por mujeres elegidas, por ejemplo, vinculadas a la actividad textil en vista al gran desarrollo local que se dio a esta actividad (abordaremos esta cuestión más adelante), realizada en el incario por mujeres de la nobleza. Es significativo en ese sentido que una leyenda local da cuenta de que una princesa inca enseñó a tejer en la región (Bravo 1990, en Llamazares & Martínez Sarasola 2002). Otros elementos hallados en los sitios de los Bañados de Añatuya, como las pichcas, un juego ritual andino usados por las elites, también apuntan a la incorporación de bienes preciados y prácticas andinas vinculadas a personajes de cierta jerarquía (Taboada 2014). Así, actualmente pensamos en un posible relacionamiento basado en alianzas que no implicó configuración de líneas de frontera ni instalaciones incaicas (Angiorama & Taboada 2016), tal como se ha planteado también para otros sectores de las tierras bajas de Sudamérica (por ej., Dillehay & Netherly 1998; Morris 1998; Pärssinen 2003).
Otros bienes de metal pudieron, en cambio, llegar a través de otros mecanismos y aun posteriormente (Taboada et al. 2013). Tal podría ser al caso de los objetos de metal típicos de las poblaciones donde se habrían insertados los mitimaes de la llanura en los valles del NOA. Al menos ciertos rasgos cerámicos incaicos incorporados a la cerámica de la llanura debieron ser posteriores a esta interacción y consecuencia, quizás, del trabajo como olleros propuesto por Lorandi. Variantes de la cerámica Averías muestran, en ese sentido, formas (vasos similares a keros y platos con apéndices ornitomorfos; Gramajo de Martínez Moreno 1982; Taboada & Angiorama 2010) y motivos (triángulos, rombos en traslación, cuatriparticiones internas, zig-zags y escalonados; Leiton 2010) vinculables al incario. Estos rasgos, y también algunos de los bienes alóctonos y el quichua pudieron llegar a través del regreso de poblaciones de mitimaes a la llanura (Lorandi 2015). En este sentido, a la par de las estrategias políticas, parecen haberse dado procesos más domésticos de apropiación e identificación que generaron la incorporación de ciertos rasgos en la cultura material cotidiana (Taboada et al. 2013). Como sea, lo que es claro es que los objetos de metal jugaron un papel relevante para ciertas poblaciones de la llanura. El hallazgo de algunos de estos en contextos funerarios indígenas de pueblos de indios coloniales de la llanura, y la referencia de Abreu en sus Ordenanzas (Taboada & Angiorama 2010) de que no les quiten a los indios sus metales (S. Palomeque, com. personal 2009), reafirma tanto el valor que estos bienes pudieron tener para las poblaciones de la región, como que los mismos eran parte de su propiedad y que su obtención y manejo se vincula a procesos de gestión indígena.
Ahora bien, en los sitios de hallazgo de los metales se han encontrado grandísimas cantidades de torteros de un tipo diferente a los primeros registrados en Quimili Paso: son más pequeños, livianos y con decoración incisa, a veces cuatripartita (Figura 11). Estos objetos presentan similares problemas a los metales para situarlos, por proceder la mayoría de colecciones. Los sitios donde se los recuperaron tienen amplia trayectoria de ocupación y fueron en tiempos coloniales importantes obrajes textiles. Muy posiblemente una parte de ellos remite a estas actividades. Sin embargo, hay torteros de este tipo que han sido recuperados en excavaciones modernas en contextos prehispánicos finales. Además, torteros muy similares en lo estilístico -aunque de madera y piedra- fueron registrados en contextos incaicos de los valles del NOA, donde se da, además, presencia de cerámica Averías o Yokavil (Taboada et al. 2013). Allí se registraron también otros estilísticamente diferentes, lo que llevó a pensar en que dichos asentamientos pudieron ser centros de producción organizados por el Imperio donde confluían poblaciones de hilanderos de diferentes tradiciones y lugares (Williams 1983; Mulvany et al. 1992). El hecho de que en textiles etnográficos santiagueños se representen motivos incaicos, y la referencia sobre la princesa inca que habría enseñado a tejer en la zona también avalan el posible vínculo entre esta actividad y el Tawantinsuyu (Taboada & Angiorama 2010).
A la cuestión se suma la de las materias primas hiladas en esta época. Determinaciones recientes permiten afirmar que en la llanura santiagueña se hilaba y tejía algodón en relación a este tipo de torteros y contextos (Taboada et al. 2018). Se han hallado restos de hilados de algodón (Gossypium sp.) en torno a un tortero recuperado en un espacio doméstico de ocupación única en Sequía Vieja (López Campeny & Taboada 2016), y también un fragmento de tejido de algodón adherido a una placa circular de metal de colección (Taboada et al. 2018). En ambos casos los contextos y los fechados obtenidos pueden cubrir momentos prehispánicos finales o coloniales en sitios con ambas ocupaciones. El uso local del algodón postcontacto está reafirmado por las crónicas, la cuestión es si se lo usó antes (Lorandi 2015). En el marco de la hipótesis de posible alianza con el incario, trabajamos la idea de que las grandes cantidades de torteros pudieron ser fruto de una reorganización de la producción local generada por el Imperio, incluso motivada por la disponibilidad o práctica en el hilado de algodón en la llanura. Esta fue una estrategia empleada con frecuencia entre los incas, quienes “Hacían la ropa fina en las provincias donde los naturales tenían más habilidad y maña para hacerla” (Garcilaso de la Vega [1609] 1995: 263 en Taboada et al. 2013). Como señalamos, ropa de algodón fue uno de los regalos que las poblaciones del Tucumán hicieron al Inca para ofrecer su vasallaje, y sabemos del significativo papel que jugaron los textiles para el Imperio (Murra 1978). Destreza y organización pudieron luego haber sido aprovechados por los españoles para concentrar la producción colonial en torno a dicha materia prima, que las fuentes señalan como la principal de la Colonia en la zona (Taboada & Angiorama 2010). Resulta más lógico pensar en que si hubo una introducción del algodón en tiempos coloniales, como se ha interpretado de ciertas fuentes, esta fuera una reintroducción (Lorandi 2015) de una materia prima sobre la que había tradición de trabajo. De todos modos, por ahora nada permite negar que la organización de la producción textil pudiera ser producto de la intervención española.
Por último cabe señalar lo que ocurría al momento de contacto hispano y primera Colonia. Varios de los asentamientos prehispánicos del Salado no solo continuaron habitados durante esta época, sino que fueron intervenidos y reorganizados como pueblos de indios coloniales siguiendo las ordenanzas de Alfaro. Diferentes referencias arqueológicas pueden interpretarse en este sentido (Reichlen 1940) y la situación ha sido comprobada en excavaciones propias en el sitio Sequía Vieja. Allí detectamos un cementerio colonial inserto en un espacio que, por sus características de organización espacial y por los materiales registrados en superficie y aportados por investigaciones de principios del siglo XX (entre ellos una tapa de pila bautismal), debió actuar como la plaza y centro religioso que debían contar estas reducciones. La sumatoria del análisis de las fuentes, que describen la ubicación relativa de los pueblos de la zona y la relevancia sociopolítica del pueblo de indios de Lasco, nos llevó a postular su posible correspondencia con el sector colonial del sitio Sequía Vieja (Taboada & Farberman 2018). El asentamiento de relevancia prehispánica parece así haberse mantenido como nodo preeminente también en tiempos coloniales (Taboada 2014). Más aun, ciertas prácticas indígenas muy significativas como referentes identitarios o de resistencia continuaron en esta época. Tal es el caso de las prácticas funerarias registradas en el cementerio colonial, donde se articulan modos de inhumación cristiana con indígena (Taboada et al. 2015; Taboada & Farberman 2018), así como la persistencia de juntas y borracheras y de la “hechicería” (Farberman 2005). Por supuesto, las poblaciones participaron además de otros procesos, interacciones y modificaciones en su vida cotidiana y ritual durante esta época, donde actuaron mecanismos de incorporación de bienes distintos a los prehispánicos, como el comercio, la compra de voluntades indígenas y la evangelización. Dan cuenta de ello el hallazgo de objetos hispano indígenas (cerámica, topus) y de factura europea (monedas, cuentas de vidrio, loza, agujas, clavos, cruces, medallas cristianas y candeleros) hallados en contextos indígenas de habitación e inhumación y en superficie (Taboada 2014; Taboada & Farberman 2018). Finalmente, tanto según las fuentes como las dataciones y restos materiales, los asentamientos de los Bañados de Añatuya parecen haberse despoblado hacia fines del siglo XVII por el agobio de grupos chaqueños, pasando el foco colonial a la zona de Matará ubicada a unos 50 km al nor-noroeste (Taboada & Farberman 2018).
A la par contamos con sitios que, aun con fechados que llegan a época de colonial (sitio Oloma Bajada; Lorandi 1974), o con evidencias prehispánicas tardías, pudieron haber tenido otra historia (Wagner & Wagner 1934; Lorandi 1974, 2015). Esta situación parece darse en particular en sitios ubicados al este del Salado, en el chaco santiagueño. Aunque no hay estudios modernos para la zona, las intensas excavaciones realizadas en ella (Wagner & Wagner 1934; Reichlen 1940) no parecen haber dado cuenta de evidencias europeas. Esto, junto a la presencia a ambos lados del río de similar instalación y cultura material prehispánica, y a las referencias coloniales de juntas realizadas en los bañados donde se reunían grupos locales y “chiriguanaes” para tramar alianzas, nos llevó a proponer que el Salado se constituyó como frontera recién a partir de la Colonia (Taboada & Farberman 2018). Este río será también el límite práctico de la Nación Argentina, a cuyo oriente se abría el Territorio Nacional de Chaco, y a lo largo del cual se instalará la línea de fortines (Di Lullo 1949; Ceruti & Cocco 2003) para contener a los indígenas hasta el siglo XIX.
Por último caben señalar algunas cuestiones sobre la idiosincrasia de las poblaciones que los españoles hallaron al entrar en la llanura santiagueña. Clásicamente se ha señalado que, por entonces, la misma estuvo habitada principalmente por dos grupos: lule y tonocoté, entendidos o representados de forma estereotipada como nómades y sedentarios respectivamente. Esta cuestión no había sido tratada hasta ahora desde la arqueología, que no se ocupó de buscar los indicadores de grupos considerados “nómades” (Farberman & Taboada 2012). A partir de la problematización reciente de los dos tipos de estructuras de los montículos habitacionales y de los modos de vida asociables a ellas, uno estable y otro parcialmente móvil con retorno a espacios de referencia y posibilidad de agricultura de baja escala (Taboada 2016), la cuestión cobra un nuevo matiz. Ya Lorandi planteaba desde la lectura de las fuentes una diferenciación entre lules semisedentarios y nómades e, incorporando indicios arqueológicos, la posible integración de los primeros con otros grupos de labradores sedentarios (Lorandi 2015). La hipótesis independiente, surgida desde la arqueología, de un modo de vida parcialmente móvil que podría coincidir en varios aspectos con esta idiosincrasia “semisedentaria” y cierto manejo agrícola nos motivó a releer las fuentes. De esta lectura parece factible sostener tanto la movilidad cíclica y asiento semipermanente con cierta agricultura de, al menos, algunos de los grupos nominados como lule en las fuentes, como la posibilidad de su integración y parcial indiferenciación tardía con grupos tonocoté aldeanos y agricultores (cfr. Farberman & Taboada 2018).
A la cuestión se suma la de las materias primas hiladas en esta época. Determinaciones recientes permiten afirmar que en la llanura santiagueña se hilaba y tejía algodón en relación a este tipo de torteros y contextos (Taboada et al. 2018). Se han hallado restos de hilados de algodón (Gossypium sp.) en torno a un tortero recuperado en un espacio doméstico de ocupación única en Sequía Vieja (López Campeny & Taboada 2016), y también un fragmento de tejido de algodón adherido a una placa circular de metal de colección (Taboada et al. 2018). En ambos casos los contextos y los fechados obtenidos pueden cubrir momentos prehispánicos finales o coloniales en sitios con ambas ocupaciones. El uso local del algodón postcontacto está reafirmado por las crónicas, la cuestión es si se lo usó antes (Lorandi 2015). En el marco de la hipótesis de posible alianza con el incario, trabajamos la idea de que las grandes cantidades de torteros pudieron ser fruto de una reorganización de la producción local generada por el Imperio, incluso motivada por la disponibilidad o práctica en el hilado de algodón en la llanura. Esta fue una estrategia empleada con frecuencia entre los incas, quienes “Hacían la ropa fina en las provincias donde los naturales tenían más habilidad y maña para hacerla” (Garcilaso de la Vega [1609] 1995: 263 en Taboada et al. 2013). Como señalamos, ropa de algodón fue uno de los regalos que las poblaciones del Tucumán hicieron al Inca para ofrecer su vasallaje, y sabemos del significativo papel que jugaron los textiles para el Imperio (Murra 1978). Destreza y organización pudieron luego haber sido aprovechados por los españoles para concentrar la producción colonial en torno a dicha materia prima, que las fuentes señalan como la principal de la Colonia en la zona (Taboada & Angiorama 2010). Resulta más lógico pensar en que si hubo una introducción del algodón en tiempos coloniales, como se ha interpretado de ciertas fuentes, esta fuera una reintroducción (Lorandi 2015) de una materia prima sobre la que había tradición de trabajo. De todos modos, por ahora nada permite negar que la organización de la producción textil pudiera ser producto de la intervención española.
De vuelta al río Dulce
Con este panorama podemos volver al Dulce. Excavaciones y prospecciones realizadas el siglo pasado dan cuenta de sitios que podrían cubrir toda la secuencia prehispánica del segundo milenio (von Hauenschild 1949; Lorandi 1974, 2015). Aparentemente, en el sector medio dentro de la llanura presentan caracteres similares a los sitios tardíos del Salado en lo que hace el modo de instalación en montículos como a los tipos cerámicos asociados, y en la zona de sierras parece darse la ausencia de estructuras monticulares (Lorandi 1974). En algunos sitios hay también evidencias hispanas, lo que es compatible con la información histórica que da cuenta de la organización colonial de varios pueblos de indios (Serrano 1938; Gramajo de Martínez Moreno 1994; Farberman 2008) y que, como en el Salado, pudieron aprovechar asentamientos previos (Reichlen 1940). Algo apenas vislumbrado, que por ahora sería un registro diferenciado al del Salado, es la referencia sobre la presencia acotada en el departamento Robles de cerámica Santa María -asociada a elementos coloniales-, típica de las poblaciones que habitaban los valles del NOA al momento de avance inca e hispano (von Hauenschild 1949; Farberman & Taboada 2012). Según von Hauenschild hay crónicas que relatan el traslado de calchaquíes (de los valles) vencidos a la zona, pero el autor no precisa las fuentes y, por ahora, no se conocen esas ni otras referencias de poblaciones trasladas. Lamentablemente estos sitios y materiales no han sido estudiados por la arqueología moderna como para pensar más afinadamente la situación.
No solo ellos, la mayor parte de los sitios tardíos de la región no han sido investigados a través de un proyecto específico. Tampoco hay casi dataciones para ellos. Las únicas obtenidas, que cubren tres sitios de montículos con material Sunchituyoj y/o Averías, no aportaron fechados para antes del 620 ± 70 AP, dejando un lapso sin registro entre el más tardío obtenido para Las Mercedes en el 1060 ± 70 AP y el recién referido, considerando todas las dataciones obtenidas en la zona[9](Togo 2004; Del Papa & de Santis 2015). Es claro que el hiato y las fechas tardías pueden ser producto de una cobertura parcial de la diversidad local, en tanto las dataciones para sitios con material tardío proceden de solo tres casos, y más aún cuando las referencias de Lorandi y von Hauenschild antes señaladas darían cuenta de sitios que, aunque sin fechados, por correlación de sus materiales podrían ubicarse dentro del lapso no cubierto por las dataciones. Como sea, la situación plantea la necesidad de ampliar la cobertura de las investigaciones arqueológicas para evaluar si los fechados tardíos dan cuenta de una situación general en relación a una posible instalación de las comunidades vinculadas a esta cerámica y modo de instalación en momentos posteriores a los registros del Salado y mesopotamia central.
Lo que sí es claro es que por entonces confluyen coyunturas históricas y políticas de índole local, regional y suprarregional que parecen haber sido decisivas en la definición de los procesos ocurridos. Hacia 1430 d. de C. los incas conquistaban las tierras altas del NOA. Por su parte, las fuentes de la región señalan que algunos grupos lule del llano se encontraban al momento de llegada de los españoles en un proceso de avance hacia el oeste y las tierras altas, a la vez que accionaban sometiendo a los juríes (y/o a los tonocoté) y destruyendo sus pueblos en la llanura santiagueña (Lorandi 2015). En este sentido, cabe considerar la hipótesis de Lorandi (2015) y atribuir tales agobios a grupos también nominados como lule pero procedentes de la zona del río Bermejo. Esto daría cuenta de las diferencias vislumbradas al interior de esta categoría en relación a sus modos de vida, idiosincrasia y posible integración con grupos tonocoté antes señalada (Farberman & Taboada 2018). Si bien dado el alto grado de inestabilidad del momento es posible que se diera la competencia entre diversos grupos locales, la referencia a grupos del este actuado ya en torno al Salado podría estar dando cuenta más bien del avance de poblaciones de chaco adentro. Como ya lo señalaran otros autores, hacia ellos pudieron orientarse las estrategias de interacción de los incas con las poblaciones locales de la llanura santiagueña. Su finalidad pudo ser el control (amortiguación del avance, pero también aprovechamiento de recursos de las tierras bajas) de un espacio colindante a la vertiente oriental andina donde los incas tenían desplegadas sus instalaciones (Angiorama & Taboada 2016).
Conclusiones
El panorama expuesto hace visible algunas cuestiones de amplia escala que no habían sido identificadas hasta ahora y busca problematizarlas. Si bien varios autores señalaron una sectorización general de la evidencia arqueológica de la región en relación a ciertas épocas, una mirada transversal en el espacio asociada a un análisis de largo plazo de los datos disponibles ofrece la posibilidad de pensar las dinámicas de ocupación poblacional, de sus causas y modos para llevarla adelante (como así también del papel que pueden estar jugando los procesos postdepositacionales en el registro y visión actual), donde la relación con los ríos no fue un tema menor, pero donde también fue relevante la interacción entre distintas poblaciones.
Como vimos, los primeros registros conocidos de ocupación de la llanura santiagueña sólo se han documentado en su margen occidental y recién para mediados del primer milenio de nuestra era. Corresponden a grupos alfareros que, al igual que los cazadores recolectores del Holoceno Temprano y Medio registrados en la zona serrana, muestran caracteres que los vinculan a poblaciones del piedemonte, sierras y valles ubicados hacia el oeste y sur del área de estudio. Sin embargo, existe evidencia de que toda la región circundante a la llanura estuvo ocupada y transitada desde tiempos anteriores a sus primeros registros. Esto, sumado al desigual desarrollo de la investigación local y a las importantes modificaciones fisiográficas producidas por la dinámica hídrica, deja abierta la pregunta sobre si efectivamente no hubo ocupaciones tempranas o si no han sido visualizadas hasta ahora.
Como sea, es sintomático que las huellas de las primeras poblaciones alfareras del Dulce desaparecen en torno al 1000 AP, coincidiendo aproximadamente tanto con la época en que se daba un evento climático de amplia influencia como con los registros de los primeros asentamientos en la zona del Salado y la llanura central. Estos hechos concuerdan también con la aparición de un modo de instalación particularmente eficiente para zonas llanas que alternan desbordes de ríos con escasez de agua. El despliegue de un aparente nuevo modo de instalación en torno a montículos, con manejo hídrico y del terreno, hace legítimo preguntarse sobre la influencia del ambiente en la dinámica de ocupación regional, o al menos en la adopción de estas estrategias. Aunque no existen estudios paleoambientales locales, varios indicadores dan cuenta de un ambiente más húmedo y propicio en recursos y disponibilidad de aguas continentales, en torno a los cuales era posible desarrollar la vida mediante un adecuado manejo del ambiente. Las poblaciones que habitaron por entonces el área podrían haber practicado una movilidad residencial acotada, donde se reocupaban determinados asentamientos, algunos de los cuales fueron cobrando mayor tamaño e importancia política. Aunque es necesario avanzar en la cuestión con análisis específicos, se puede pensar que esta movilización se diera dentro de ciclos estacionales, motivados por cuestiones logísticas en torno al acceso al agua y los recursos, pero también sociales. La instalación cerca de ríos activos y que prescinde de represas, por un lado, y en paleoabanicos fluviales desactivados o con activación parcial durante la estación de lluvias y con presencia de represas, por el otro, apoya el posible uso de los sitios en distintas épocas del año y en relación a diferente gestión de recursos y espacios.
Estas ocupaciones darían cuenta de comunidades pequeñas que pudieron realizar acciones conjuntas para intervenir el terreno, para recolectar, y aún quizás para practicar cierta horticultura o agricultura expeditiva o estacional. Estas actividades comunes pudieron transformarse con el tiempo en la mentadas “juntas y borracheras” de la época de contacto hispano, realizadas en torno a la recolección estival de la algarroba y el consumo de aloja en el marco de prácticas festivas, rituales y políticas. Estos espacios retransitados periódicamente pudieron, a su vez, transformarse a lo largo de los años en los sitios extensos y con amplio rango temporal de ocupación que caracterizan a la región, y que finalmente parecen adquirir una instalación estable en torno a una agricultura de mayor escala.
Las características expuestas para las primeras poblaciones registradas en el Salado y la llanura central en relación a los lugares de emplazamiento, a su forma de instalación y uso del ambiente, a sus modos de vida y a su cultura material, las acerca a aquellas de las tierras bajas sudamericanas. Lorandi señaló también como chaqueños su cosmología, ciertos modos de hacer la cerámica y la distribución acotada de la misma a la llanura y sus márgenes. Todo lo dicho hasta ahora parecería indicar que no se trata de aquellas poblaciones que anteriormente ocupaban la zona marginal occidental de la llanura y el Dulce, sino de poblaciones con otra ideología y tradición de base. Las semejanzas (y cercanía) con los lugares de instalación en torno a depresiones y albardones del río Salado en su cuenca inferior, como así también en los modos de explotar el ambiente y reocupar espacios habitacionales, y aún en algunos rasgos como los hornos, con los alfareros móviles, cazadores, recolectores y pescadores que Ceruti describe para dicha época y para tiempos anteriores circulando por la región, parecen un antecedente interesante para investigar en un futuro una posible relación con dichas poblaciones.
Mientras, no hay mayores precisiones para la zona del Dulce en relación a la misma época. Pero un modo de vida y de instalación similares parecen desplegarse, al menos en algunos sectores, quizás posteriormente o a partir de su desarrollo en el Salado. Por su parte, en la zona de la mesopotamia central se dan una serie de ocupaciones intermedias en tiempo y espacio que muestran una diversidad de desarrollos aún apenas conocidos. Es posible reconocer en ellas elementos culturales propios combinados con otros afines a los registrados por unas y otras de las poblaciones señaladas precedentemente y también en sectores vecinos. Tal es el caso de asentamientos con abundancia de alfarería incisa similar a la hallada en Córdoba y con modelados donde destaca la figura del búho típica de la Tradición Chaco Santiagueña. Algunos de estos caracteres se han registrado también en el Salado, aunque no parecen darse iguales combinaciones. Otros ejemplos de diversidad pueden vislumbrarse a través de referencias de los pioneros y de nuestras prospecciones en la zona noreste de la provincia. También queda un mundo por desentrañar en gran parte de los bordes provinciales, apenas o nunca investigados.
Retomando el recorrido cronológico, hay que destacar el proceso de emergencia de una serie de innovaciones que se da en momentos posteriores a las primeras ocupaciones registradas en el Salado. Estas incluyen nuevas tecnologías y prácticas, nuevos referentes iconográficos y un nuevo modo de vida caracterizado por el asentamiento permanente. Para tiempos prehispánicos finales encontramos poblaciones instaladas en grandes asentamientos, en general con evidencias de ocupaciones previas. Para dicho momento tenemos un panorama de gran interacción, de alianzas estratégicas y de estados de conflicto, como también se daba por entonces en el NOA. Varias referencias señalan movimientos que poblaciones del chaco boliviano parecen haber realizado en momentos inmediatos previos al contacto europeo. Algunas vasijas arqueológicas recuperadas al este del Salado, muy similares a recipientes etnográficos chiriguanos (Métraux 1929; Taboada 2014), podrían ser una vía de entrada para analizar esta cuestión aun no estudiada localmente, o las mismas evidencias plateadas por Lorandi en relación a la emergencia de la cerámica Averías y ciertas innovaciones de tinte altiplánico. Ya para momentos de contacto hispano, hay referencias a la alianza de poblaciones locales con grupos genéricamente denominados como “chiriguanaes” para enfrentar a los españoles. Se puede vislumbrar que una diversidad de bienes, ideas y poblaciones circulaban en esa época.
Justamente en medio de estas coyunturas se da el avance incaico al NOA. Más allá de los detalles que podamos estimar de cómo pudo darse, su relación con comunidades de la llanura santiagueña parece muy probable. Lorandi señaló que los incas podrían haber requerido su apoyo para enfrentar a poblaciones de más al este. Posiblemente también les interesaran sus capacidades artesanales, como la producción de alfarería fina, o los tejidos y el algodón. Al igual que en otras situaciones semejantes, dones y contradones pudieron sostener estas alianzas. Parte de los objetos de metal hallados en la región pudieron haber jugado ese rol, aunque sólo el avance de las investigaciones permitirá afinar los modos de obtención indígena de estos objetos que parecen haber tenido alto valor, diversidad de modos de apropiación y amplia trayectoria de vida local. Como parte de este proceso pudieron haberse dado reconfiguraciones productivas e intervenciones en los modos de organización de las poblaciones de la llanura, tanto en los valles en relación a la producción cerámica, como tal vez también en el llano en torno al hilado. A su vez, poblaciones de la llanura trasladadas a los valles pudieron haber regresado en diferentes momentos y situaciones trayendo con ellas bienes, ideas y prácticas, mientras otras permanecieron en ellos reconfigurándose y reconfigurando su cultura material. Situaciones como éstas podrían dar cuenta de la distribución e incorporación de diversos rasgos típicos de la llanura o los valles registrados respectivamente en los otros espacios en momentos prehispánicos y coloniales.
Finalmente, la conquista hispana corta con muchos de estos procesos e introduce nuevos referentes y condicionamientos, pero un análisis de situaciones particulares muestra la persistencia y reacomodación de prácticas, de jerarquías y de relaciones previas. Entre otras, dan muestra de ello la continuación de la relevancia de centros prehispánicos, el mantenimiento de los caciques, la práctica de inhumaciones según patrones indígenas al interior de cementerios cristianizados, el control sobre objetos de metal prehispánicos por parte de la población indígena, y la perduración de fiestas y juntas que no podían ser extirpadas por los españoles.
En síntesis, es claro que las poblaciones de la llanura regada por los ríos Salado y Dulce participaron de una interacción dinámica con poblaciones de las tierras bajas y altas a lo largo de su historia prehispánica y colonial. Además de sus propios procesos y desarrollos locales, las comunidades de la región quedaron en muchos casos expuestas a coyunturas exógenas que debieron o decidieron enfrentar de diversas formas. Así, por ejemplo, mientras las comunidades tardías asentadas al este del Salado parecen no haber interactuado con incas ni españoles, aquellas instaladas en los Bañados de Añatuya pudieron haberse aliado con los primeros y habrían entrado a formar parte de la organización hispana a la vez que mantenían redes sociales entabladas en tiempos prehispánicos. Estas alianzas, negociaciones y decisiones muestran, por detrás, comunidades y jefes locales interactuando y negociando. Y muestran también a poblaciones activas, lejanas de la imagen de sociedades simples receptoras de influencias. Nos falta aún saber más sobre cómo impactaron estas situaciones en la zona del Dulce.
Por último, la propuesta sobre bases arqueológicas de dos modos de vida permite avanzar en una cuestión que atraviesa las investigaciones desde sus inicios. Nos referimos al supuesto de que los dos estilos cerámicos clásicos de la región pudieran ser referentes de dos grupos cultural o étnicamente diferentes, una correlación por demás discutida a nivel teórico metodológico general, aunque, según vimos, para el caso que nos ocupa Lorandi aportó varios indicadores de su posible fiabilidad. Un estudio independiente aportó otros elementos. El mismo buscó conocer los espacios domésticos y las formas de habitar, considerando que el modo en que se conforma y usa el ámbito residencial es un indicador eficiente para acceder a distintas configuraciones sociales y culturales. Este análisis puso en evidencia, en primera instancia, estructuras habitacionales diferenciadas que dan cuenta de, al menos, dos formas y ritmos de gestionar, construir y habitar los espacios domésticos. Tras ello se fueron analizando las cronologías, asociaciones materiales, actividades de subsistencia y prácticas domésticas representadas para cada caso. Su integración resultó en la definición de dos modos de vida hasta el momento no distinguidos por la arqueología local. Se identificó, además, que a cada uno de ellos se asocia un conjunto diferenciado de cultura material, donde parecen participar respectivamente cada uno de los dos principales estilos cerámicos locales. Esto abre la posibilidad a seguir indagado en que cada estilo pudiera ser referente de poblaciones originalmente distintas.
Pero hay una cuestión de fondo más relevante. Más allá de la potencial correlación o no con los grupos cerámicos, la propuesta de un nuevo modelo para pensar a las poblaciones de la región, que matiza y repiensa las categorías estereotipadas aplicadas por los primeros cronistas hispanos, como también los supuestos implícitos asumidos por la arqueología e historia local, permite otorgar mayor dinámica y sentido a una serie de datos e hipótesis que faltaban terminar de integrar por falta de datos que recién ahora tenemos. Esta nueva conceptualización de las primeras poblaciones registradas hasta ahora en el Salado como grupos con cierta movilidad, a la vez que alfareros y quizás con cierta agricultura, rompe con los modelos tradicionales andinos pero es afín a muchos grupos que vivieron en las tierras bajas de Sudamérica. Esta lectura plantea un cambio sustancial en la visión que se tenía sobre las sociedades de la región. Sin embargo, resulta no solo más acorde a las evidencias sino también más lógica en relación a los datos arqueológicos y etnográficos del chaco y el Noreste argentino. Sobre esta base, también la relectura actual de las fuentes y de la hipótesis de Lorandi sobre los lules semisedentarios es concordante con esta visión. Como vimos, la misma permitió reinterpretar las referencias de los cronistas y pensarlas más cercanas a lo que desde la arqueología vislumbramos actualmente (Farberman & Taboada 2018).
Agradecimientos
Agradezco a Mariano Bonomo y Julio Rubin por la invitación a participar en este dossier. Un agradecimiento particular está dedicado a cada uno de los integrantes del equipo, sin quienes hubiera sido imposible avanzar con la investigación en el Salado. A Guillermo Ortiz, además, por las conversaciones y aportes sobre la dinámica ambiental. A Judith Farberman por acompañarme a llevar adelante el proyecto y porque su estudio de las fuentes coloniales es fundamental para pensar los procesos regionales. A Carlos Angiorama por estar siempre a mi lado para sostener la investigación, por los múltiples intercambios de opinión y por los trabajos conjuntos. A Jorge Martínez, Gabriel Cocco, Sebastián Pastor, Eduardo Ribotta y Pablo Sesma por los datos aportados, y a los evaluadores por sus sugerencias. A Ernesto Rodríguez Lascano por la confección del mapa de la figura 1. A las autoridades provinciales, M. Inés Bravo, Alejandro Yocca y Juan Sequeira, por su aval al proyecto. A las familias Silva y Villalba por su ayuda y acogida. A CONICET, ANPCyT y SCAIT UNT por el financiamiento.
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Notas
Información adicional
Cómo citar:: Taboada, C. (2019). "Procesos sociales prehispánicos y pericoloniales en torno a los ríos Salado y Dulce (Santiago del Estero, Argentina)". Revista del Museo de La Plata: 4(2), pp. 511-540.https//doi.org/10.24215/254556377c087